A una generación la construyen todas sus voces; a una voz la construye toda su generación

Epílogo a la antología de poesía ‘Cuando dejó de llover’ (Sloper, 2021), compilada por Jorge Arroita y Alejandro Fdez. Bruña, y en la que encontramos una selección muy amplia de firmas que van de Elizabeth Duval a Rosa Berbel, pasando por Juan Gallego Benot, Rocío Acebal, Fran Navarro Prieto o Mayte Martín. Quisiera extender las palabras que dedico a ‘Cuando dejó de llover’ al proyecto narrativo ‘Árboles frutales’ (Editorial Dieciséis, 2021), donde Adrián Viéitez hace lo propio compilando voces de jóvenes narradorxs y filósofxs como Pablo Caldera, Margot Rot, Vicente Monroy, Jorge Salanova o Andrea Abreu. Coincidiendo con el décimo aniversario de la publicación de ‘Tenían veinte años y estaban locos’, me pregunto si acaso aquí se cierra un ciclo… para abrir otro de par en par. Va mi (mucho heh) texto, escrito en diciembre de 2020:

Luna Miguel
4 min readMar 10, 2021

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«A una generación la construyen todas sus voces; a una voz la construye toda su generación»

Ya no creo la figura del “poeta sin circunstancia”.

Me refiero al entorno, a los vínculos, a las conversaciones en las que un escritor creció, a las comunidades donde su espíritu terminó por formarse, por mucha soledad que precisara el gesto íntimo de su escritura. Tal vez la obsesión hacia la circunstancia me venga de una deformación feminista: como escritora que lee a otras escritoras compulsivamente, me he visto tratando de nadar contra la lista de referencias-macho que los críticos vertían alrededor de cualquier nombre femenino. Si hablaban de H.D., los nombres de Ezra Pound o T.S. Eliot no podían ocultarse. Si hablaban de Barbara Guest, imposible no mencionar a John Ashbery o a Frank O’Hara. Lo mismo con Joyce Mansour y André Breton o Antonin Artaud. Lo mismo con Diane di Prima y Allen Ginsberg o Gary Snyder. Lo mismo con Josefina de la Torre y Federico García Lorca y Rafael Alberti. Y lo mismo con Alejandra Pizarnik y Octavio Paz o Julio Cortázar.

A menudo, las biografías nos destacan desde el inicio con cuánta fuerza los nombres de ellos pesaban sobre las vidas y obras de ellas, y sin embargo, al referirnos en masculino a cualquiera de esos escritores, jamás asociaríamos sus voces a la influencia que sus compañeras-féminas tuvieron sobre su poesía. Lo que quiero decir con esto es que analizando atentamente el por qué de esta desigualdad, caí en la cuenta de que el verdadero problema no residía en la asociación de nombres femeninos a nombres masculinos a favor de un “contexto”, sino en la manía de separar al poeta, ya sea hombre o mujer, de su propia circunstancia — ¿os suena eso de separar al artista de la obra? — a cambio de un insignificante e improductivo encumbramiento.

Porque ya tampoco creo en la figura del poeta endiosado. Esto es: en la mala lectura — una muy vaga, discreta, estática, sin sangre — del canon. O en el gesto de aislar al genio de su tiempo, de sus influencias, o hasta de su generación.

La primera vez en la que entendí la palabra generación fue leyendo Los detectives salvajes. En esta novela, Roberto Bolaño nos presentaba a un grupo de poetas que, por aquel entonces, rondaría la baja-veintena. De entre todas los resúmenes y tramas que podríamos asociar a este libro, me quedaría con que Bolaño escribió una oda a la amistad literaria, al grupo enérgico de colegas con los que compartir libros, referencias, traducciones, con los que dedicarse versos, con los que intercambiar largas cartas o, en su defecto, audios de WhatsApp, o incluso con los que hacer el amor. Aseguraba H.D. que «no existe gran periodo artístico sin grandes amantes», y de igual manera yo podría precisar que no existe gran periodo artístico sin fascinantes amistades.

Por eso mismo, cuando miro la lista de nombres y de poemas de la antología que aquí nos ha reunido, no puedo dejar de pensar en los vinos que he tomado con algunos de los presentes, en las selfies de Instagram que he visto hacerse — ya sea en congresos, en recitales, en sesiones de Zoom o desde sus propias casas — entre algunos de los que aquí comparten sus versos, ni tampoco puedo dejar de admirar los intercambios críticos que muchos de ellos realizan a diario en redes sociales, porque se puede ser amigo-de y crítico-de sin que por ello tengamos que enfrentarnos o sobreestimarnos.

Tengo amigues que me culpan de un excesivo optimismo cada vez que hablo de poesía y nuevas olas, y eso a mí me parece fantástico porque, verdaderamente, lo soy. Ahora que mientras tecleo esto se cumple una década de la apertura del proyecto Tenían veinte años y estaban locos, con el que pudimos zarandear el panorama poético español, demostrando que la poesía ni era un animal muerto, ni tampoco eso que los grandes grupos editoriales ahora vendemos como productos de autoayuda, me llena de orgullo poder tocar este libro y encontrar en él ese ejemplo de “circunstancia” que necesitábamos para entender a las poetas y poetas del presente. Les hijes de les hijes de la ira, sí, con esas bocas tan diferentes, con ese espíritu tan plural, lejos del academicismo estéril y a favor de lo que a veces soñamos: un mundo donde la palabra sea tanto gozo como metralla.

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