Carolina Sanín: “El enamoramiento puede ser leído como una peste, una epidemia constante”
Una conversación sobre amor, escritura y política en tiempos de COVID-19 con la escritora Carolina Sanín, que acaba de publicar ‘Tu cruz en el cielo desierto’ (Laguna Libros, 2020)
[Conocí a Carolina Sanín en Cartagena de Indias, Colombia, durante una mesa redonda con Cristina Morales y Giuseppe Caputo. De ella me impresionó la fuerza arrolladora de sus ideas y de sus palabras, tanto cuando abordaba temas relacionados con la misoginia de la escena literaria colombiana como cuando se refería a otras cuestiones relacionadas con el colonialismo, el activismo animalista o la misma escritura. Después de enamorarme de su libro Somos luces abismales (Literatura Random House, 2018), ahora hago lo propio con Tu cruz en el cielo desierto, una historia de deseo en la distancia que, curiosamente, alcanza nuevos significados en tiempos de coronavirus].
Querida Carolina, muchas gracias por acceder a esta conversación. Antes de empezar, ¿cómo estás? ¿Cómo llevas el confinamiento?
Hola, Luna. Gracias a ti por invitarme a conversar contigo. Estoy bien, encerrada en casa. Solo voy a la calle cada día un rato para sacar a la perra y, cada varios días, para comprar comida. Me asombran las divisiones y las enajenaciones imparables de sí mismo y del espacio propio que ocurren en el encierro. Se vuelve barroco el encierro: es como estar entre espejos enfrentados, en ese vértigo de la repetición y la variación concertada (y de la réplica entre la vida y la muerte, que es, por cierto, el mecanismo infeccioso del mismo virus). Solo sufro por la impaciencia vanidosa de no saber qué va a pasar y de tratar de entender lo que está pasando. Si el confinamiento no se debiera a lo que se debe, y si no fuera egoísta y vano desearlo, diría que preferiría quedarme así por un largo rato, no solo porque disfruto del silencio exterior y de la soledad, sino porque quizás en el confinamiento pueda aprender, precisamente, un poco de paciencia; aprender que es lo contrario de la espera.
En España la industria editorial está prácticamente detenida. Lo poco que sale a la venta son ebooks sobre el coronavirus, o best sellers rebajados. Sin embargo tu editorial y tú habéis decidido lanzar ‘Tu cruz en el cielo’ desierto en pleno inicio de la crisis. ¿Por qué esta decisión?
Íbamos a lanzar el libro en la Feria del Libro de Bogotá, a finales de abril, y la feria se canceló (o se “postergó”, se dice, con esa renuencia humana a aceptar las cancelaciones). Ya que es posible obtener el libro en ebook y leerlo en ese formato, no veíamos por qué no sacarlo de una vez. En la industria cultural hemos hablado durante mucho tiempo sobre la transformación del libro y sobre cómo los textos no dependen de su soporte. A mí me parece que es conservador e ingenuo pretender que el texto es inseparable del papel y seguir confiriendo al papel un prestigio indiscutible. Por otra parte, no sabemos cuánto tiempo más habrá de pasar hasta que el libro pueda imprimirse y distribuirse. Sentí que confiar en un plazo implicaba cierta soberbia, y que había que ser flexibles en un momento que exige flexibilidad. Además, esperar a que el libro pudiera salir en papel entrañaba un deseo de que las cosas volvieran a ser tal cual como antes, y no tengo ni quiero tener ese deseo.
“Amor contra la peste”, lo escribiste un post Facebook en el que anunciabas el libro. En momentos como este, ¿la reflexión sobre el erotismo o el amor, ¿es más necesaria como evasión, o tal vez como una forma de autocuidados en el apocalipsis?
Creo que pensar en la infección, en el miedo al contagio y en la distancia lleva a pensar en el amor: en las formas del contacto y en la impotencia infinita ante su ausencia (o sea, en el deseo). Y pienso que, ante el peligro cercano y universal de la muerte, se piensa en la hermandad: en la relación más abstracta de todas, en esa relación puramente humana, que está en la raíz de toda unión amorosa entre personas. Dio la coincidencia de que este libro es sobre un amor a distancia, un amor entre colegas — dos escritores y lectores — y un amor de no tocarse, en el que las manos están negadas y proscritas y, por así decirlo, melancólicas, como están ahora en el tiempo del distanciamiento social obligatorio. Pienso también en que el recurso al amor ante la peste tiene una tradición: en su prólogo, Boccacio les dedica el Decamerón — una colección de cuentos narrados por un grupo de jóvenes que se refugian de la peste — a las mujeres enamoradas, que sufren por el ardor de su sentimiento y por tener que sufrirlo encerradas (no confinadas por la peste, sino, en general, por su sexo). Por último, también el enamoramiento — el amor no correspondido, la cadena de deseos delíricos — puede ser leído y sentido como una peste, una epidemia constante.
Si llego a leer tu novela hace unos meses, me habría detenido en otras cosas… pero haciéndolo hoy, con más de veinte días de encierro a mis espaldas, no puedo evitar imaginarme esa correspondencia electrónica entre los personajes como una suerte de premonición del amor en los tiempos del COVID-19. ¿Crees que“la peste” modificará nuestra manera narrar el amor?
A mí también me ha impresionado. Ese amor anhelante, del no contacto físico, de la no correspondencia — o de la incompleta correspondencia, que es precisamente solo amor través de la lectura y la escritura, amor por correspondencia — es muy vieja en la tradición occidental: es el amor de los trovadores y el de todos los romanticismos. Hoy, por la pandemia, es más extensamente realista, o más corriente, que cuando terminé el libro, hace un par de meses. En el libro, la narradora se queja por ese amor de no tocar, que hoy va siendo la norma. Cuando revisaba las pruebas, hace unas semanas, ya me parecía obsoleto su lamento. También hoy me impresiona que el “amado” de la historia, que no quiere tocar ni que lo toquen, esté en China, de donde vino el contagio…
Defines ‘Tu cruz en el desierto’ como una novela erótica, pero también podría ser un ensayo sobre las contradicciones de enamorarse, en el siglo XXI, y con el #MeToo a nuestras espaldas, de un “escritor macho”. Esto me hizo pensar en ‘Amo a Dick’, de Chris Kraus, donde una mujer feminista se enamora de un verdadero macho… ¿Es una contradicción?
Puede ser una novela erótica, en tanto que es una historia contada por una voz enamorada y transida de deseo, y también es un ensayo sobre el amor, y también es una reflexión en torno al #MeToo: a los sistemas abusivos de la seducción de los hombres. Contiene un examen de la inseguridad que sienten los escritores hombres (y quizá todos los artistas varones) con respecto a su hombría; esa especie de complejo que tienen por el conocimiento inconsciente de que, para hacer arte, deben feminizarse. También hay en el libro una reflexión sobre el monopolio viril del deseo, en el cual se sostiene buena parte de nuestra tradición literaria, y sobre la envidia vengativa que el escritor macho siente por la feminidad creativa de sus colegas mujeres, que quiere que sea su creatividad.
En ‘Pura pasión’, Annie Ernaux escribió: «Cuando era niña, para mí el lujo eran los abrigos de pieles, y las mansiones a orillas del mar. Más adelante, creí que consistía en llevar una vida de intelectual. Ahora me parece que consiste también en poder vivir una pasión por un hombre o una mujer». Teniendo en cuenta que tú también has abordado las cuestiones de clase y las diferencias económicas de los protagonistas, ¿qué piensas de esta reflexión?
La idea del lujo me interesa desde hace un tiempo, y ahora me acuerdo de que traté de escribir un ensayo al respecto y no logré terminarlo: partía de la idea de que la paja — el pasto muerto y seco, que es el forraje par alimentar el ganado, y es el material de los nidos y del pesebre donde acuestan al niño Jesús en Navidad — es del color del oro. La luz es necesaria para la vida, y la luz es sinónimo del conocimiento y el bien. Pero hay una luz innecesaria para la vida, un brillo y un resplandor que aboca a la muerte y la descomposición. Esa luminosidad es el lujo. Sí, vivir una pasión flamante — algo caprichoso, autoinfulgente y autodestructivo — es hacer y querer ese placer y esa belleza del relumbre. Es el lujo.
Leyéndote pensé en Anaïs Nin —en su narración de la condición de “otra” para con June — , y en Anne Sexton —quien tal vez sea la autora que más ha escrito sobre ser “la otra mujer”—. Conozco pocas novelas desde el punto de vista de la amante. Tu texto me ha parecido valiente. Y sin embargo eso de ser “la otra” sigue sonando despectivo. ¿Deberíamos inventar nuevas palabras al respecto?
La posición de “la otra” en una relación es, de alguna manera, privilegiada para una mujer: la otra se ubica en el punto de fuga del cuadro, y puede observar — si quiere, si trata — , con una perspectiva que no tienen los miembros de la pareja, ese núcleo de poder que establece la monogamia. La otra es el tres: el número de la razón, la proporción, la diferencia. La posición de la otra puede entrañar, entonces, una crítica — al poder y a la propiedad, pero no solo — . “La otra” es una lectora.
Muchos escritores (hombres, la mayoría) suelen decir que es muy difícil escribir sobre sexo sin hacer el ridículo. Pero tu libro está cargado de escenas sexuales… y no son precisamente ridículas…
Creo que hay algo en mi libro que acepta y quiere el ridículo. El lamento de amor, que es tan anacrónico como febril, trata de llevar a un derribamiento de la vergüenza y a un cuestionamiento de la noción de intimidad. El hombre teme al ridículo (fundamentalmente a la no erección) en el sexo, y ha transferido ese temor a la mujer, que no tiene ninguna flacidez que temer. Las mujeres podríamos darnos cuenta de eso y hablar de sexo de maneras desaforadas, cursis, rientes, groseras.
Más allá de los protagonistas-amantes, se me hace divertida la presencia de Twitter en toda la novela. Casi parece un personaje más. Tú tienes muchísimos seguidores, y estás activa, comentando todo tipo de temas que van más allá de lo literario. ¿Cuál es tu relación con la red social?
Para mí Twitter es sobre todo un lugar donde escribir, que es lo que hago todo el tiempo. Lo que hago allí es lo mismo que hago en las columnas y en los libros, pero con la particularidad de la publicación inmediata, que necesariamente afecta la relación con los lectores y la relación entre mi aspecto autoral y otro, digamos, actoral. Me refiero a que en Twitter creo personajes de mí misma, como también hago en mis otros textos, pero más vertiginosamente. Tengo el propósito de ir urdiendo lo que escribo en redes sociales con lo que escribo en los libros, y creo, además, que es un destino general de la literatura, no solo mío. En Tu cruz en el cielo desierto reproduzco textos que escribí en las redes sociales, y además trato sobre una relación surgida en Twitter. La coincidencia de que el libro se publique ahora electrónicamente — y que los lectores hayan empezado a pegar y a comentar, desde el día del lanzamiento, fragmentos que copian de sus pantallas — es consistente con ese deseo de articulación entre los formatos, y hace que el libro se sienta como un texto abierto, inacabado e inacabable, como paradójicamente eran los textos en la cultura de los manuscritos y de la lectura en voz alta, antes de la invención de la imprenta.
Puede que el tema más “delicado” de tu agenda en Twitter sea el animalismo. Digo esto refiriéndome a una de tus últimas publicaciones a propósito del veganismo y el coronavirus. ¿Por qué crees que molesta tanto?
Nos molestamos cuando se pone en cuestión nuestra excepcionalidad. Cuando se nos invita a reconocer que todo pensamiento igualitario debe ser radical, y que el destino del pensamiento democrático es la universalidad. Por otra parte, frustrados e impotentes ante la distribución de los privilegios, queremos conservar cierto dominio sobre alguien. Cuanto más se ha desbocado el consumo, más han crecido las frustraciones de no poder adquirir, de no poder vivir cierta vida concebida como “verdaderamente humana” (básicamente, de consumir cuanto sea posible). Supongo que, ante su frustración de no poder tener cosas y atributos y poderes, el hombre se refugia en algo que puede hacer todavía sin tener ningún otro poder: consumir a los otros animales. Supongo que, si siente que le quitan eso, queda en el vacío del despojo, que es el vacío de la igualdad, que es el vacío — el absoluto — de la unidad.
Hace un año, en mi país, hubo una gran polémica cuando el filósofo Ernesto Castro comparó los mataderos de cerdos con el Holocausto. Cuando eso pasó, pensé en ti, en tu activismo. La repercusión fue tal que hasta le cancelaron conferencias. ¿Te ha pasado algo parecido?
No me han cancelado charlas por ser ruidosamente vegana, pero sí me he hecho muchos enemigos, incluso entre mis amigos. Últimamente he decidido no sentarme a una mesa en la que se sirvan animales, pero, debido al coronavirus, que me hace comer sola todos los días, creo que ya no tendré problemas con eso. También he hecho la comparación con la tortura y el exterminio de los judíos, y la hicieron antes Coetzee y Bashevis Singer. Y no se trata solo una analogía que compara dos momentos e instancias de insensibilidad ante un sufrimiento inmedible, sino de que la industria masiva de la tortura y la muerte de los animales se inicia después de la Segunda Guerra Mundial, y sus métodos son una continuidad de los de los campos nazis.
Volviendo al COVID-19, ¿cómo crees que se vivirá la pandemia en Bogotá? ¿Qué es lo que más temes del virus como ciudadana? ¿Y como pensadora?
Temo a la muerte propia y de las personas a quienes quiero, y de las personas a quienes quieren las personas a quienes quiero, que potencialmente son todas las personas. Temo — y esto ya corresponde a una fantasía más paranoica — la extinción de los humanos, pues ningún otro animal va a cantar nuestras canciones. Temo el sufrimiento de quienes carecen de amparo y de alimento, y me angustia especialmente la muerte solitaria de los enfermos. Entre tanto, temo también la exacerbación de las neurosis de quienes no soportan estar consigo mismos.
Hace poco hablaba de esto con la poeta Yu Yoyo, que lleva más de un mes confinada en una ciudad de Sichuan, y sus palabras fueron muy pesimistas: “El COVID-19 no sólo ha acabado con nuestro derecho a elegir, también amenaza nuestro derecho a estar vivos”.
Me parece que es errado ver al virus como un enemigo o incluso como una amenaza. Quiero concebir el virus como una forma que toma la realidad y como la manifestación de una parte de nosotros mismos. Además, creo que lo que el virus nos hace excede la concepción del “derecho”, y precisamente debe hacernos ver la provisionalidad de todas las nociones humanas (los derechos, por ejemplo), que hemos tomado como realidades eternas y naturales. Ni “derecho” tiene el virus de replicarse, ni nosotros tenemos “derechos” ante la naturaleza (solo ante las instituciones humanas). Las personas tenemos el vicio de preferir, antes que vivir, soñar con que somos inmortales; anteponemos a la vida la ansiedad de “seguir viviendo”. Tenemos derecho de que otro humano no nos mate, pero no podemos reclamar ningún derecho semejante frente a los virus. Ni frente a la Tierra.
No quisiera despedirme de ti sin una pregunta cotilla. Es algo que me pregunto siempre que leo una “novela de deseo” ¿Quién fue la primera persona en leer el manuscrito? O tal vez: ¿hay alguien en el mundo que no debería leerlo?
La primera persona que lo leyó fue mi editor de Laguna, Pedro Lemus. Y no hay ninguna persona que no deba leerlo, pero sí hay uno que tal vez debería leerlo más que todos los otros y no puedo evitar (por cotilla conmigo misma) preguntarme si lo hará y lamentar que seguramente nunca lo sabré.
Millones de gracias, Carolina, y muchos abrazos,
Luna.