Imagen: Dorothea Lasky

La boca es un río, el amor es la corriente que nos arrastra, la amistad es un océano caliente: quien duda se ahoga, y sólo quien confía flota

(Texto leído durante el evento ‘The Wild I: And Exploration of Water and Poetry’. Universidad de Columbia. NY. 7 de marzo de 2020)

Luna Miguel
8 min readMar 10, 2020

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I

Sentí pena cuando Cristina me dijo que tenía que ausentarse, pero la pena se convirtió en fortaleza cuando sus compañeras del colectivo feminista me invitaron a pasar al estudio para fotografiarme desnuda. Yo no sabía muy bien de qué iba el proyecto, en realidad, me apuntaría a cualquier cosa a la que Cristina me invitara. Sólo había leído que allí una podía llegar y enseñar la parte del cuerpo que deseara, la que le hiciera sentir más “empoderada”, o quizá la que le diera más pudor. Mi hijo correteaba por la sala y yo me desvestí para mostrar la cicatriz de la cesárea. El niño saltaba entre los cojines que las bailarinas habían dispuesto para que cada cual pudiera recrearse en su propio erotismo. Mientras la chica del pelo corto disparaba con la cámara, yo no podía dejar de mirar la cabeza de mi hijo, rubísima y preciosa, una cabeza que hace no tanto había salido por la cicatriz que yo mostraba y que desde entonces preside mi coño como si se tratara de una corona, de una diadema de espinas. Quise enseñar esa parte de mi cuerpo porque es la que más detesto. Con esa piel flácida alrededor, con todas esas estrías, con esa cicatriz inhumana. Primero me hicieron las fotos de pie, y luego me invitaron a tumbarme. Me bajé las bragas y me sentí más cómoda, aunque no fui capaz de abrir las piernas. “Está muy bonito”, dijo la extranjera. Miré hacia abajo, hacia esa tripa de mujer que no supo dar a luz y recordé los besos que Ernesto le dio a mi vientre la primera vez que me desnudé en su casa. La cicatriz desapareció en ese instante. La piel cortada, flácida, fue muy hermosa de pronto. Un gesto tan diminuto, esos besos acuosos, me liberaron de algo que no sabía por qué dolía tanto. Mientras la chica del pelo corto seguía disparando, mientras mi hijo hacía juegos de sombras con los focos, tuve ganas de que Antonio me viera allí tumbada, tan tímida y tan libre. Me acordé entonces de una frase de la correspondencia de Henry Miller que había leído apenas unas horas antes: “Oh, es hermoso amar y ser libre al mismo tiempo”. ¿Amo? Sí. ¿Soy libre? Creo que sí. Más tarde, por la noche, bebiendo varias copas de verdejo y dándonos las manos en el salón, Antonio y yo hablamos de las mujeres por las que él siente atracción. Antonio tiene la teoría de que cierta tensión sexual entre dos personas puede ser un impedimento para avanzar en esa relación. Dice que si esas dos personas follaran, el mundo podría seguir su curso. Si pienso en L., podría decir que Antonio tiene razón: ella misma me reconoció que tal vez “devorarnos” era la única manera de reiniciar una amistad sobre la que siempre había sobrevolado ese “tabú”. En este caso, la teoría de mi compañero sería cierta, pues ahora las dos charlamos a diario, sin dobles sentidos, muy atentas y muy preocupadas la una por la otra, y sin la presión de seguir acostándonos. La idea de Antonio, sin embargo, no tiene sentido cuando pienso las ganas que tengo de volver a encontrarme con Ernesto. En este caso, la tensión sexual no se ha “aplacado”, sino que “fluye”. Siempre digo que Ernesto es un río, aunque teniendo en cuenta que su signo es libra, tal vez debería hablar de una corriente de aire. Consulto webs de astrología en las que señalan que el 22 de octubre es un día polémico, hay incluso un intenso debate sobre si pertenece al terreno de los libra o al de los escorpio. Me gustaría pensar que en realidad Ernesto no es ni agua ni aire, sino las dos cosas a la vez: una nebulosa de vapor cuando está serio, pensativo, en su mundo y en sus ideas; o una bocanada de aire en una tarde de lluvia, el azote de las gotas que rompen el paraguas y que te empapan, cosa que ocurre sólo cuando está alegre, cuando su pecho está lleno de risa. Esa risa que sirve para el deleite de sus alumnos de filosofía, pero que a mí, una simple madre-amante-poeta, me aporta calma.

II

Dice Jean François Billeter en Un paradigme (Éditions Allia, 2015) que él “siente una felicidad particular cuando una nueva idea encuentra su justa expresión”. Para el filósofo francés si esa felicidad es tan inmensa porque además es doble: “descubro mi pensamiento y sé qué, gracias a la forma que toma, voy a poder conservarla para un uso ulterior […] la idea es primeramente una manifestación incierta, a la que el lenguaje confiere una forma definida y estable, y al mismo tiempo, una cierta permanencia: me reencontraré con la idea al recordar la forma que tomó en el lenguaje. La escritura garantiza enseguida esa permanencia. Gracias a la escritura, regresaré a la idea incluso si mi memoria me traiciona. Por esta doble transformación, la idea accede a la permanencia”. Si para Billeter la escritura es la herramienta que da entidad al pensamiento del filósofo, me pregunto qué herramientas son aquellas a las que debe agarrarse una poeta para que su palabra permanezca. Teniendo en cuenta que hay quien piensa que la poesía es sólo técnica; teniendo en cuenta que hay quien opina que la poesía es sólo efecto, golpe, visceralidad, teniendo en cuenta que hay quien prefiere aspirar a la justa balanza entre la técnica y la víscera, me aventuraré a decir que mi única herramienta para habitar este mundo es el agua. Y digo habitar, no permanecer, porque la permanencia no es algo que me obsesione tanto como la fluidez de las ideas. La poesía es un estado transitorio entre la filosofía y la narración. Una corriente que no se sabe de dónde nace ni dónde acaba, pero que acompaña a la mente de quien genera ideas concediéndole metáforas y conexiones. Qué es una idea sino la suma de muchas imágenes reducidas a su vez al más complejo de los versos. Pero es que la poesía es también líquido que humedece una narración. Es el ritmo que la vertebra. La belleza o la fealdad con la que se articula el cuento. Cuando escribo poesía no siento la felicidad de la que habla Jean François Billeter al proponer lenguaje a sus ideas. Cuando escribo poesía, en todo caso, me siento todavía más húmeda: me pierdo en una piscina salada, no sé qué he hecho. No puedo mostrarme orgullosa de lo que se me escapa de las manos porque aún fluye. ¿Qué orgullo puedo sentir hacia algo que en verdad se escapa? Pensándolo bien, tal vez esa sea la felicidad misma del poeta, la certeza de que todo se escurre, de que todo fluye, de que nada le pertenece. Cuando escribo nada me pertenece. Cuando amo tampoco. Si he aprendido a amar o si he aprendido a escribir es porque he aprendido a desprenderme, a dejarme llevar por la corriente. Si dudara, me ahogaría. Pero si confío: soy capaz de flotar. ¿Y entonces, qué significa es ese cuerpo desnudo, ese cuerpo dotado de una enorme cicatriz, ese cuerpo besado por Antonio y por Ernesto, ese artefacto resistente, esa trampa del lenguaje, esa materia que se escapa y que al mismo tiempo me condenada a cierta permanencia?

III

Si tuviera que leer este texto en un idioma que no fuera el mío haría el ridículo. No puedo pronunciar WATER, es imposible. Mi boca no me permite enunciar una palabra tan básica en un idioma tan común. La boca se me llena, y no es precisamente de agua. Dentro tengo un aire odioso. Un soplido torpe. Una viscosidad que revienta la dulzura que precisarían mis erres. Curiosamente, si quiero decir agua en francés también fracaso. EAU. Más aire. La boca como un círculo, pozo negro en cuyo fin se intuye líquido, pero la vista no alcanza. EAU, JE VEUX DE L’EAU. Qué profunda mi boca. Qué estúpida. Soy capaz de leer y de amar en tres idiomas. Pero mi amor es un negado a la hora de borrar su sed. La primera vez que me acosté con Ernesto nos besamos mucho rato. En un momento dado me dijo, “¿qué deseas que te haga? Pide por esa boca”, yo le miré con los ojos muy abiertos y en seguida supliqué: “¡agua!”. Empezamos a reírnos. Mi necesidad fisiológica de h2o era más poderosa que mi necesidad de amor, una palabra, por cierto, mucho más amable que “agua” incluso si su trasfondo es turbulento: LOVE. ¿No suena bien? AMOUR. ¿No tiene la cantidad de letras exacta? ¿No fluye como debería hacerlo el agua impronunciable? W-A-T-E-R-E-A-U-A-Q-U-A-A-I-G-U-A-W-A-S-S-E-R-U-R-S-H-U-I. No hay manera. Tampoco es que a lo largo de mi vida yo haya conocido muchas lenguas — en ninguna de las acepciones del término — . Cuando Antonio y yo viajamos a Japón no aprendimos ni una sola palabra. No supimos nunca cómo pedir agua — quizá porque Tokyo estaba llena de maquinitas expendedoras en las que invertimos decenas de monedas en busca de refrigerio — , y sin embargo nos bañamos en la playa de Enoshima, después de haber hecho el amor demasiadas de veces en el hotel, buscando él el placer, y buscando yo procrear heroicamente en aquella latitud extraña. El agua de Enoshima estaba tan sucia que parecía una sopa vieja. Una sopa de mocos. Algo terrible. Antonio y yo nos tocamos los sexos allí dentro. Agarré su polla entre las algas. Algo hermosísimo. Algo terrible. Agarré su polla y él agarró mi vientre y yo supe que nuestro hijo ya debía estar en camino. No me equivocaba. Incluso escribí un poema sobre eso. Algunos meses después, el bebé nació de mi vientre roto, empapado en líquido amniótico. Qué lastimado quedó mi cuerpo después de soportar tanta agua. Cuántas estrías. Qué piel más fea. Las cenizas de mi madre las echamos al mar: ahí es cuando se convirtió en sirena. A los cinco años estuve a punto de ahogarme en la piscina municipal de Alcalá de Henares. Cuando tomaba drogas, bebía agua en las fiestas. Ahora que no tomo drogas sigo bebiendo agua para que la gente sospeche y me encuentre interesante. En la ciudad en la que me crié, Almería, nunca llueve: allí la temporada más seca dura casi cinco meses. En Barcelona no se puede beber el agua del grifo. En Madrid sí: a mi abuela le gusta presumir de la calidad de ese grifo y me ofrece vasos muy frescos cuando voy de visita. A veces paso días enteros sin beber agua. Simplemente se me olvida. Jamás he montado en barco. Creo que cuando no tengo bebés dentro de mí, el cuerpo se me queda seco. Soy escorpio, sin embargo. Eso debería querer decir algo. Probablemente ni siquiera sea importante saberlo. Aquí no hay ninguna idea. Jean François Billeter pensaría que derrocho lenguaje para nada. Como quien tira agua gris al váter. Y tal vez en eso consista ser poeta. O ser amante. O ser una madre en mitad del océano. En el derroche. En el desborde. En emanarse. En oceanizarse. Paul Claudel, a quien llego por El agua y los sueños de Gaston Bachelard, escribió que “el agua es la mirada de la tierra, su aparato de mirar el tiempo”. Podría terminar mi lectura con esa cita tan pedante, pero la verdad es que a mí me impresiona mucho más esa otra frase de la argentina Magalí Etchebarne, según la cual “desenamorarse ahora sería como vaciar un río con las manos”.

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