Las notas que tomé durante las 48 horas de ‘La muerte de la lectora’
Escribí en trocitos de papel que arrancaba de los libros para no volverme loca durante la performance. Aquí los comparto.
LA MUERTE DE LA LECTORA (NOTAS)
He arrancado «páginas intencionadamente en blanco» para poder escribir estos mensajes sin destinataria/o.
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He leído Jane Eyre y no me ha gustado. Por su culpa, la de Charlotte Brontë, sigo, soñé que Jane venía a Conde Duque — en una siesta de veinte minutos a eso de las siete de la mañana del día 26 — y que me juzgaba por supuestos “hechos protolesbianos” o no sé qué. Mejor el sueño que el libro.
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He tenido miedo de quedarme dormida y roncar. Me di cuenta hace tiempo de que cuando tengo pesadillas, ronco y gimo. Me lo dijo mi hijo una vez.
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He notado que mientras leo muevo mucho las piernas y los pies. Como si estuviera huyendo hacia algún lugar a través de la lectura.
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He pensado más de lo que pensaba que iba a pensar. El hastío me alimenta. ¿El cansancio es un motor para las ideas?
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He subrayado esto: «Morir es duro / Mas no poder morir, si todo muere / Es más duro quizá».
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He descubierto que “superar la noche” no garantiza victoria alguna.
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He sentido amor por las mantas, las almohadas, los cojines y el paracetamol. Sin esas cosas, poco leeríamos.
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He recordado que la primera noche una chica me dibujó leyendo. Me encantaría ver esos dibujos.
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He abrazado libros donde deseaba que estuviera su cuerpo (el del muchacho que me gusta, digo). Me doy cuenta de que esa es mi condena — ¿o mi suerte? — , siempre hay libros donde quiero cuerpo. Pero no siempre hay cuerpos en los libros.
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He recordado repentinamente a mi madre: resulta que a ella le encantaba leer tirada en el suelo. De jovencita hacía gimnasia rítmica, de manera que ella se ponía en posturas inverosímiles para leer sus novelas japonesas favoritas.
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He preferido el papel de Seix Barral y el de Club Editor para escribir estas notas. Para leer, sin embargo, me quedo con el de Acantilado.
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He aborrecido las fresas del menú. Me he dado cuenta de que no tengo ni idea de cuál debería ser la dieta de una lectora.
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He sentido envidia de la gente que puede cambiarse de ropa y cagar en su propio cuarto de baño entre lectura y lectura.
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He sentido curiosidad por las lecturas de una pareja lectora que me ha acompañado casi todo el reto. Adoro ver a tantas parejas lectoras por aquí. Es ahí donde la lecto-hetero-norma me posee.
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He leído gracias a los cuidados de Paola, Alicia, Irene, Luis y Ernesto. Leo porque me cuidan. Tremendo descubrimiento: leo porque tengo amor. Dos grandes privilegios que me sorprenden y que aquí agradezco.
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He dado la espalda a Walter Benjamin. Otra vez.
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He tenido ganas de morirme. Pero sobre todo he tenido ganas de ducharme. Leer a Simone Weil me hace sentir viva y limpia. No puedo decir lo mismo de Kanako Inuki.
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He dejado de pensar, o casi, en el cabronazo de mierda que es mi padre.
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He leído a más mujeres que a hombres, ¡y eso que en la selección de material hice lo posible por traicionarlas-traicionarme!
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He encontrado la palabra “crepúsculo” en casi todo lo que leía: Charlotte Brontë, Tove Ditvelsen, Amélie Nothomb, José Ángel Valente, Luis Cernuda… Creo que es por culpa de Paola, que me trajo un ejemplar del libro de vampiros.
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He fingido que entendía lo que nunca entendí de Platón.
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He disfrutado al encontrar la palabra «chacoloteos» en Jane Eyre.
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He sabido que mi hijo, en Barcelona, estaba bien y disfrutaba de sus clases extraescolares gracias a los mensajitos que Alicia y Paola me dejaban en papelillos de color rosa en el espejo del cuarto de baño.
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He entendido, casi por primera vez, el significado de “entender casi por primera vez”.
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He disfrutado enormemente de Ácido sulfúrico, de Amélie Nothomb. Lo leí a los 16 años o así en francés, y no lo recordaba tan gozoso. El ejemplar es de Sara Torres. Lo trajo Alicia. Un acierto. Me gustó leerlo en voz alta el segundo día, frente a un reducido público.
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He descansado de la puta vida. Por raro que pueda parecer con estas ojeras.
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He pensado en que: a) el chico del pelo teñido de rubio huele muy bien, b) el chico barbudo lleva calcetines estupendos de pizzas o de hamburguesas, c) la chica que hace yoga es muy guapa, d) el de los tatuajes no ha vuelto.
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He subrayado: «Hay algo frágil y doloroso en ser una chica joven que se gana el pan». ¿Es frágil y doloroso ganarse el pan ejerciendo el oficio de la lectura? No sé. Lo dudo.
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He echado mucho de menos llevar zapatos. Calzada de lectura y de esponjosidad calcetinil.
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He tenido una regla descomunal. (Qué horror de nombre, “regla”, peor aún “período”). He tenido una sangre descomunal mientras leía. Por suerte maridaba a la perfección con algunos poemas españoles de Luis Cernuda.
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He descubierto, gracias a la segunda madrugada junto al muchacho que me gusta, que mi poema preferido de Ted Hughes está fatalmente traducido.
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He tenido que mutilar algunos libros muy bonitos para poder escribir mis tonterías. Ahora sabemos que las páginas blancas son vendas. Son tiritas. Sanación por la escritura de quien lee y ama. Cursi pero cierto.
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He soñado (en una de esas inevitables siestas vergonzosas) que David Bisbal cantaba en los minutos finales de la obra La muerte de la lectora.
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He descubierto lo que era más que obvio: no puedo leer sin subrayar o sin escribir en los márgenes. Si no lo hago es como si no pudiera conversar con lo que leo, ni bromear con el/la autor/a, ni en tender el proceso del asombro lector. Marcar un libro es admitir nuestra capacidad de asombro.
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He visto a mis amigas y amigos escritoras y escritores leyendo. Normalmente, a los escritores los vemos hablando, o debatiendo, o diciendo “compra mi libro”. Verles leer es más raro. Y más gozoso.
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He bebido unas tres cafeteras, un bubble tea de matcha y de tapioca, y un té de jengibre para poder leer. He podido dormir algunas horas, ¿3?, ¿4?, ¿5 en total?
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He subrayado lo que dice Tove Ditlevsen cuando intuye que está enamorada: «Ya no estoy sola». Dos pensamientos: a) descubro que en esta sala sufro menos, y leo más, cuando estoy acompañada, b) inevitable reparar en que cuando leo acompañada, esto es, cuando alguien aparece por esa puerta, pienso “tampoco estoy sola”. Es decir: que leer en compañía es leer enamorada.
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He llegado a confundir el frío con el sueño, el hambre con los gases, el deseo con el angustioso cansancio.
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He sido feliz al pensar en el trabajo de Alicia y de Paola, en el proceso, en este templo de la lectura que con su empeño me han regalado.
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He vivido esta muerte de la lectora como una suerte de ritual. Comunión que nunca hice. Algo ameno, en verdad, una suerte de ligero paseo anímico.
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He sido acariciada, de madrugada, por el muchacho que me gusta. La biblioteca en penumbra, sus manos en la tinta de mis piernas, uno de los momentos más felices de mi vida entera.
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He desarrollado un par de teorías pornográficas a propósito del alma y de la ninfomanía. Espero poder escribir sobre ello más tarde. Leer a Juan Ramón Jiménez y a Catulo me ha ayudado.
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He leído cosas espeluznantes en autores que aparentemente son para mí la polla. Y luego cosas muy chulas en Crepúsculo. Qué me pasa.
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He dispuesto mis pensamientos en notas, de manera que si juntas todos sus comienzos, el resultado es “he, he, he”.
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He sido tan tonta de pensar: “hostias, joder, ¿y qué voy a leer cuando llegue a casa?”
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He dejado La muerte y la primavera para el final. El fuerte olor a lirios le da sentido.
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He resucitado. En palabras de José Ángel Valente: «para morir / de haber vivido. / Y basta».
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He leído a Tove Ditlevsen, a propósito de su adicción a la droga: «nunca morirá del todo mientras yo viva». Pienso, al contrario, que mientras los libros que amé existan, en cierto modo, tampoco estará muerto mi espíritu. Será mi manera de ser eterna.