Solita

Algunas reflexiones sobre irse a vivir sola. Escrito entre noviembre de 2020 y enero de 2021.

Luna Miguel

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Cuando me mudé a de Alcalá de Henares a Almería en 1996, lo primero que coloqué en la cama del que iba a ser mi cuarto infantil fue un peluche rosa con orejas de conejo y cuerpo mullido de oso, al que se le encendía una cajita de música si le apretabas el corazón, y contra el que yo me refroté una y otra vez los genitales hasta que luego aprendí, con vergüenza, que aquello tan electrizante que hacía por las noches era algo parecido al sexo. Cuando mis padres se hipotecaron para comprar un piso en el centro de esa ciudad andaluza en 2001, lo primero que hice al llegar a mi nueva habitación fue colocar mi muñeco de Woody el vaquero en una esquina: tenía diez años y aún pensaba que si susurraba secretos a su oído de plástico, el juguete me entendería: «haz que esta casa sea más feliz que la anterior, por favor, y evita que haya cucarachas». Cuando en 2006 mis padres me mandaron diez meses a la Costa Azul para aprender francés en un lycée en el que una pila de años antes también había estudiado Guillaume Apollinaire, lo primero que hice al llegar a la casa de la familia de acogida — esa misma que luego intentaría deportarme tras enterarse de que yo andaba follando con francesitos bastante mayores de edad, a los que además de cederles mi orgasmo español, les regalaba ediciones baratas de El libro de Monelle, tal vez para que me ellos reconocieran como su joven y mágica prostituta — ; lo primero que hice al llegar a Niza, decía, fue ordenar en una biblioteca blanca mi colección de discos de My Dying Bride y mis novelitas preferidas de Amélie Nothomb. Cuando empecé la carrera de Periodismo y Comunicación Audiovisual en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid en 2008 y mi abuela me invitó a vivir con ella en su piso de Alcalá de Henares, lo primero que hice fue colocar en un cajón secreto la narrativa erótica de Anaïs Nin, los manuscritos de mis primeros poemas cursis, una caja de parches-anticonceptivos que mi novio filósofo de por aquel entonces me animó a usar por eso de que a él «no le excitaba correrse con preservativo», además de un cartón de tabaco Lucky Strike y de una bolsita de hachís almeriense. Cuando en 2010 junté la pasta de mis dos primeros trabajos como escritora, algo así como 5.400 euros de un premio de poesía para un libro cuyo editor, tiempo más tarde, reconocería que me habían concedido sólo porque yo era «una chica insultantemente joven»; y otros 1.500 euros que había ahorrado de mi colaboración como columnista en un periódico de izquierdas, lo primero que hice fue creer que ese dinero a mí iba a durarme toda la vida, y lo segundo que hice fue mudarme al apartamento de mi futuro exmarido en Puerta de Toledo, dejando entre sus estanterías repletas de literatura estadounidense y ensayitos de la Genración Nocilla, algunos de mis tesoros acumulados durante toda una vida: mi muñeco de Toy Story, una foto con mis padres, mi caja dorada de tabaco, mogollón de esa literatura francesa que aquella época mi chico despreciaba «por pedante», y entre ella, mi edición más antigua de El libro de Monelle, en la que yo, que tan acompañada había vivido siempre, que junto a tantos cuerpos había cohabitado, subrayé una vez, quien sabe si a modo de premonición: «porque estoy sola, me darás el nombre de Monelle».

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Hablando de mudanzas y de mujeres solas, inmediatamente después de divorciarse, Mira, una de las protagonistas de El cuarto de las mujeres, ese clásico feminista de Marilyn French, dice que lo que más le abruma de su divorcio es pensar en los muebles que acaba de abandonar. La que fue la casa de su amor y de su primera maternidad, ahora está manchada por otros cuerpos nada familiares, por otras guerras internas, por otros dramas íntimos o quién sabe si por otra felicidad. Mira debe dejar la casa común y buscar otra donde comenzar una «vida propia» en solitario. Pero no está sola. Como bien sugiere French en este retrato de lo que significó «empezar de cero» para tantas mujeres estadounidenses de los cincuenta y de los sesenta, al cerrar la puerta a una insulsa y complicada rutina matrimonial, lo que se abre para Mira es un abanico de relaciones nuevas, de amistades poderosas y de afectos. El cuarto de las mujeres construye un mapa de las consecuencias últimas del feminismo de segunda ola: una epidemia de divorcios, o, más concretamente, la necesidad de muchas esposas por dejar atrás sus muebles caros, por alquilar un cuartucho para ellas solas, y por imaginar cómo habrían sido sus vidas si el matrimonio no les hubiera arrebatado la juventud, o el deseo, o incluso la vocación.

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Yo pienso en mi divorcio en el mismo instante en que el reloj marca las 00:00 horas del 6 de noviembre de 2020. Ernesto me llama desde Madrid para felicitarme el paso a la treintena, y a pesar de lo contagiosa que suele ser su voz alegremente agitada, me siento deprimida. Al otro lado de la casa a la que me mudé cinco años atrás, mi todavía-esposo duerme desde hace rato. De pronto, bajo la voz. Por mucha teoría de los amores y poliamores en expansión que haya leído, y por mucho que todo esté dispuesto y consensuado para que en unos días yo abandone estas paredes que se me habían vuelto asfixiantes, hablar con el novio desde la casa del todavía-esposo sigue resultándome extraño y traicionero, así que una vez más lo hago a escondidas. Susurro. Me hago pequeña. Diminuta. No tengo sueño. Tampoco creo que cumplir treinta sea algo tan reseñable. Me río suavemente con un chiste de Ernesto y con su risa siento que vuelvo a crecer. He bebido media botella de champán malo y estoy utilizando un Donut Red Velvet como tarta improvisada. Tengo dos velas de purpurina: una con forma de 3 y otra con forma de 0. Ni siquiera las enciendo, pero juntas me sirven para fingir en una historia de mi Instagram que algo estoy festejando, lo cual demuestra que en mis redes sociales hay siempre más ficción que en mi literatura. Cuelgo la llamada y dejo el teléfono sobre la mesa blanca del que en menos de una semana será el despacho única y exclusivamente de mi todavía-esposo. Caigo en lo peculiar de esta separación. En cómo durante mucho tiempo me aferré a lo insalvable, para luego acabar reclamando cuanto al fin exijo: estar sola. La casa en la que cumplo treinta años ya no es mi casa. Los muebles que toco ya no son mis muebles. El aire que respiro ya no llena mis pulmones de ternura. Tengo treinta años y mañana un agente inmobiliario con la corbata verde de me entregará las llaves de mi nuevo hogar. Ese que por primera vez será únicamente mío e intermitentemente mío y de mi hijo. Una mujer sola. Una mujer con hijo, sola. Una mujer con hijo y con deseo y con vocación, sola. ¿La historia se repite? Me digo entonces que la consecuencia directa de mi feminismo sigue siendo, como lo fue en olas pasadas, la de huir hacia delante. Que al menos soy de las afortunadas, de esas que pueden decidir y financiar sus osadías. Cuando dentro de unas horas me mude, lo primero que haré al llegar a casa no será colocar un libro simbólico en las estanterías, ni susurrar secretos a un juguete viejo. Lo primero que haré será no hacer nada, no esperar a nadie, estar viva, saberme sola. A escasos metros de aquí, me espera por fin mi cuarto propio. Manida imagen, lo sé, aunque no por ello menos conmovedora para la protagonista.

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Como ocurre en este texto, la heroína de Despojos es la propia autora. Al principio, desprecié el libro que Rachel Cusk había escrito sobre su divorcio porque no encontré cariño alguno entre sus páginas. El odio a un exmarido me parecía intolerable. Tal vez porque mi gran temor era que al poner el primer pie fuera del hogar compartido, mis entrañas se tiñeran de ese sentimiento. ¿Cómo voy a odiarle si todavía huelo a él? Sería como un desprendimiento. Una amputación. Todo lo contrario a lo que encontré en las narraciones del divorcio que había devorado con anterioridad en los libros de Anne Carson, Sharon Olds o Deborah Levy, para quienes el gesto mismo de distanciarse escondía algo hermoso. No digo que no haya belleza en la prosa de Cusk: «un plato cae al suelo, la nueva realidad es que está roto», escribe ella en referencia al primer golpe de la ruptura. Lo que me molesta de Despojos es precisamente el retrato seco de eso que más me aterra del distanciamiento con mi todavía-esposo. Del mismo modo que Carson celebra la belleza del exmarido — esa que es imposible de retener, tal vez por la tendencia huidiza de Eros — , e igual que Olds se refugia en las metáforas más cálidas para evitar hablar con franqueza de la violencia del divorcio — con la intención última, por cierto, de mitigar el dolor que pudieran sentir sus hijos al leerla — , en Cusk la idea de reparación parece impensable. Su odio al marido es arrollador. Su desprecio al macho se olfatea en cada página. Por eso insisto en que no es su prosa lo que me desagrada: «una pareja que discute en público es como un cuerpo que se desangra, pero existen otras formas de morir que no se ven desde fuera». Lo que me abruma es pensar que llegado el momento, sin las herramientas o la bibliografía precisas, yo podría sentarme a escribir con esa crudeza. Desde un lugar tan afilado. Desde mi casa solitaria pero anímicamente en llamas. He guardado mi desprecio al todavía-marido durante demasiado tiempo. Me he culpado por guardar mi desprecio al todavía-marido durante demasiados años. Mientras preparo las maletas con ropa y cacharros de cocina; mientas cierro las cajas de mis libros, dándome cuenta — un desengaño tras otro, un desengaño tras otro — de que la que parecía la biblioteca de una vida común, la había construido prácticamente yo sola; mientras recojo en bolsas azules de IKEA los juguetes del niño, la tentación de escribir desde el odio me invade, y lo cierto es que ese sentimiento no me gusta nada. Pero, ¿cómo evitarlo? ¿Será que soy cobarde? ¿Me convertiré en heroína de mi propio desengaño? ¿O acaso lo urgente, una vez instalada en el nuevo hogar, será apartarme de las vulnerabilidades del pasado y exigirme una soledad nueva, inédita, gozosa?

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Asumida la fragilidad, procuro entregarme al júbilo. Entregada al júbilo, me sumerjo en la soledad. Canta Ozuna: «Sola, solita, creo mami que tu cuerpo me necesita».

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Después de separarse de su marido, Tamara Kamenszain también se quedó sola, aunque ella no necesitó abandonar la casa que les había pertenecido a ambos. Cuenta en El libro de Tamar, otra autobiografía del divorcio en la que la poeta analiza las vidas y obras de algunas de las grandes parejas literarias de la historia, que las primera noches sin la presencia de él se le hicieron muy complicadas. «En la soledad de la cama matrimonial, una serie de ruidos extraños que nunca antes había percibido empezaron a emerger del techo y de las paredes como si hubieran estado desde siempre agazapados en el ADN de la casa, esperando esa oportunidad para hacerse presentes». En líneas siguientes, Kamenszain teme que sean ratas arañando las maderas, correteando por las paredes y alimentando su desamparo. Años atrás, de jóvenes, cuando aún se llevaban bien, cuando aún luchaban el uno por el otro y los egos propios de una pareja de escritores — pues él fue un célebre novelista y ensayista — no se les habían enredado, Kamenszain pudo ver cómo su esposo mataba a una rata con una escoba, en una especie de acto romántico que le sirvió para demostrar a la amada que por ella lo daría todo. Resulta curioso que para la poeta el mayor peligro de su soledad, muchísimo tiempo después, y en una ciudad distinta, fuera la reaparición del roedor. Pero yo a ese miedo prefiero leerlo como una metáfora del prejuicio patriarcal ante la mujer sola: ese «no vas a poder», ese «no vas a llegar a fin de mes», ese «a dónde vas sin compañía», ese «te va a pasar algo malo», ese «quién va a matar a las cucarachas por ti»; en definitiva, ese «sola, solita, creo mami que tu cuerpo me necesita».

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Me costó varios meses encontrar no ya el apartamento adecuado para mí y para mi hijo, sino al arrendador que confiara en mis finanzas. Pude visitar de quince a veinte pisos del código postal 08015 de Barcelona y otros tantos del barrio del Raval, y no había propietario que no se quisiera entrometer en mi vida íntima. Alquilar un apartamento a una mujer sola en tiempos de COVID, me decían desde la inmobiliaria, les parece peligroso. Hacerlo además si esa mujer es joven, artista, y tiene un niño de cuatro años a su cargo, les parece un suicidio. Por los horarios de trabajo de mi esposo, los del colegio y los míos propios, no me quedaba más remedio que hacer algunas visitas por las tardes, acompañada de mi hijo, y expuesta a todo tipo de juicios. «¿Entonces… te vas a divorciar?». «¿De verdad que ganas ese dinero tú sola?». «¿Seguro que esta declaración de la renta no está falseada?». «¿Tu marido podría servirte de aval?». «Si de verdad os lleváis tan bien, ¿por qué te quieres cambiar de casa?». Como para explicarles a ellos lo que todavía no entendía de mí misma: que en realidad yo sólo era una muchacha que había tenido suerte vendiendo sus libros y los de los demás, medio poliamorosilla, con un matrimonio a punto de autodestruirse, dos gatas calicó gorditas, un novio filósofo altísimo, una amante anarquista esporádica y un grupo de amigas lesboterroristas que en el futuro se turnarían para venir a beber una botella de vino tras otra y tatuarse borrachas en el salón recién emparquetado de mi casa. Es normal que a todos esos propietarios desalmados de Barcelona mi plan les pareciera un suicidio. Cuando cada día dos del mes desaparecen 950 euros de mi cuenta bancaria, a mí también me lo parece.

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En Mi relación con la comida Angélica Liddell vive sola y tiene que dejar de comer, empezar a desnutrirse asquerosamente, para poder llegar a fin de mes. En Despojos Rachel Cusk se ve obligada a alquilar una habitación de su casa de madre soltera a un inquilino muy molesto para poder llegar a fin de mes. En El cuarto de las mujeres Marilyn French concede todo el sentido al tergiversado título de Woolf y pone a sus personajes a compartir piso para que puedan llegar a fin de mes. En sus Diarios Sylvia Plath narra las dificultades económicas que se le presentan cuando, una vez separada de Ted Hughes, alquila un cuchitril en el 23 de Fitzroy Road, en el que por lo visto había también vivido su ídolo W. B. Yeats. Desde allí, trata de escribir y de criar a sus dos hijos, pero no puede. Cuentan que nada más llegar a aquella casa, la ciudad de Londres se vio azotada por una tremenda ola de frío. No sé si llegados a este punto sería muy inoportuno decir que Plath, enferma y sin dinero, se ve obligada a meter la cabeza en el horno para que al menos su todavía-marido se apiade de sus niños y estos puedan llegar a fin de mes. Eso que le pasa a todas estas mujeres, argumenta Lina Meruane en Contra los hijos, es exactamente lo mismo que acontece en Lo que pasó cuando Nora dejó a su marido, obra teatral de Elfriede Jelinek y un homenaje a Henrik Ibsen: «en cuanto deja la casa, perderá todos sus privilegios burgueses. El estatus social que le confiere el rol de mujer-esposa, de mujer-madre. La protección legal y el sustento económico aportado por su marido. De algo tendrá que vivir Nora». ¿Pero de qué lo hará? En realidad, en el libro eso no importa tanto, como tampoco lo importa en mi vida. El estatus ya está perdido. La precariedad te la has ganado tú misma. Buscando mi nombre en Twitter, veo que alguien del mundillo literario se sorprende de que yo haya declarado públicamente en una entrevista que puedo irme a vivir sola en Barcelona y en 2020. Que qué suerte tengo. Que vaya niña de papá estaré hecha. Mi independencia le resulta más amenazante que el precio de los alquileres. Sí y no. Aún no me desnutro asquerosamente pero durante las últimas semanas mi cuenta del BBVA se ha hecho el harakiri. Supongo que con tal de criticar a quien secretamente envidiamos somos capaces de negar el esfuerzo ajeno, o incluso de romantizar sus desgracias. Qué más da. Estoy sola y eso es lo importante. Estoy donde deseo estar. Cierro Twitter y vuelvo a sentarme a escribir esta confesión porque al fin y al cabo mi escritura es mi motor, mi sustento, mi estímulo, y a veces hasta mi tumba.

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Antes de llegar a esta casa me sentía frágil. La primera noche que paso en ella también, pero por alguna razón ya no me importa. No escucho ruidos extraños a través de las paredes como le ocurrió a Tamara Kamenszain, pero sí me asombra la oscuridad profunda de mi cuarto. Con mi todavía-esposo vivía en un primer piso, y las luces de las farolas centelleaban cada noche en mi rostro. Una vez escribí un poema sobre eso, imaginando que la luz nos mecía, nos cuidaba, casi como si en el cielo hubiera dos lunas parecidas a dos diamantes. Las últimas veces que dormí a su lado la luz me molestaba. No sé cuándo empecé a odiar ese brillo, pero calculo que ya había pasado mucho tiempo desde que el parpadeo comenzara a incomodarme. En mi casa nueva la oscuridad es diferente. La asumo casi como algo místico. Cuando me envuelve, estoy segura. Estoy conmigo misma. Estoy dentro de mí. Con esa imagen me masturbo. La soledad no me da miedo. Soy capaz de abrazarme a la almohada sin pensar que los espíritus van a venir a amedrentarme. De pequeña odiaba la oscuridad. Cuando pienso en que mi hijo ha heredado ese miedo, me impaciento y me preocupo deseando que mi sangre no le haya traspasado ningún temor más. De entre mis primeros recuerdos está la imagen del vaso de leche con cacao del desayuno, mirando Sailor Moon antes de ir al cole, o la de aquella primera vez en Cabo de Gata, a los tres años, agitada por el horror que me producían las siluetas de las olas de poniente, y sacudiéndome a disgusto el chinorro que se me había colado entre las cangrejeras. Recuerdo imágenes, pero sobre todo sentimientos. Desde muy niña odié el sonido de mi corazón cada vez que mis padres apagaban la luz a la hora de dormir. La oscuridad me agitaba el pulso. Tenía la sensación de que mi corazón se iba a hacer añicos dentro de mi pecho, y de que su latido iba a salir disparado por mis oídos. Yo era la caja de Jumanji, y con la edad la agitación no mejoraba. De adolescente, mi calmante era el leve parpadeo verde de la torre del ordenador, que incluso apagado emitía esa lucecilla desde el fondo de mi cuarto. A los diecisiete, cuando mis padres me dejaron dormir por primera vez fuera de casa, viajé con mi novio Pablo, el filósofo, hasta su cortijo de Alhama de Almería, y casi me muero de puro pavor. Para ir al baño, había que salir al campo y andar unos minutos por la hierba, rodeando la pequeña estructura del cortijo. Cuando llegó la noche, después de habernos hinchado a hacer el amor y a beber vino tinto, necesité ir al servicio pero tuve vergüenza de pedirle que me acompañara. Era la época en la que los teléfonos móviles no incorporaban linterna. Afuera, una oscuridad absoluta. La Alpujarra almeriense burlándose de mí con sus sonidos de insecto y el correteo de los cortapichas. Vahídos. Agitación. Sentía que el pecho me sangraba. Casi me hago pis ahí mismo, en mitad de la nada, casi grito, hasta que Pablo salió a buscarme y puso una linterna en mi mano, «¡te la olvidabas!», como si sola, solita, mi cuerpo le necesitara. Años después, en un hotel de Guadalajara, en México, dejé la luz del baño encendida toda la noche porque no me fiaba ni de mi sombra. El recurso de la luz inmóvil acabó siendo recurrente en mis viajes por el mundo. Aventuras de trabajo a las que iba siempre sola y que, por otro lado, se convirtieron en el germen de esta necesidad por encontrar mi hogar propio. La casa está oscura. La casa está oscura y yo estoy en ella. La casa está oscura y me siento libre. La casa está oscura pero no importa.

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En 1946 Louise Bourgeois comenzó a construir sus famosas piezas de la Femme-maison. Cuadros en los que un cuerpo de mujer sostiene en la cabeza una casa o incluso un edificio entero, dando a entender que son ellas y sólo ellas las que mantienen vivo el corazón de las familias, las que nos limpian, nos cocinan, nos complacen y nos cuidan, y las que si dejaran de hacerlo, se convertirían en traidoras, en egoístas. Las Femme-maison también podrían definirse como mujeres a las que han arrebatado la juventud, el deseo y la vocación. La historia de la mujer está íntimamente ligada a la historia del hogar, del sigilo y de lo que pasa de puertas para adentro. «En mi casa manda la parienta», se escucha a veces por ahí, y sin embargo vivimos en un mundo en el que conceptos grandilocuentes como «dueña de la casa» y «ama de casa» significan en realidad «dueña de la nada» y «ama de nada». La poeta Guadalupe Amor tiene dos libros a los que curiosamente tituló de la misma manera: Yo soy mi casa. El primero es el que incluye uno de su poemas más conocidos, convertido en canción y en himno feminista: «Casa redonda tenía / de redonda soledad: / el aire que la invadía / era redonda armonía / de irrespirable ansiedad». El segundo es una especie de novela en verso, donde Amor describe cada estancia como un fragmento de su recuerdo. Para ella, la memoria está compartimentada, y la suya se divide en habitaciones que algunas veces son acogedoras y otras veces albergan tanto desorden que estar en ellas se vuelve doloroso. Da la casualidad de que el poema de Yo soy mi casa, como las obras mencionadas de Bourgeois, también fue creado en 1946. Ya desde entonces, dos artistas tan distintas y nacidas de culturas tan diferentes, escogieron ese lugar común para la mujer y trataron de reventarlo desde dentro. Así, si la experiencia de lo femenino es tan inseparable de lo hogareño, si tan ligada está su anatomía a la arquitectura de la casa, ¿por qué todavía hoy nos parece impensable que una mujer desee vivir sola? ¿De dónde viene el supuesto peligro de esta imagen? ¿Y por qué sólo quieren darnos el título de «amas» y de «dueñas» en contextos de profundo aislamiento y sumisión?

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Llevo un mes en esta casa, pero parece que sea un año. Además de sentirme imbécil colocando las cortinas — las del salón las compré demasiado cortas y las del dormitorio se arrastran en el suelo — , además de llegar tarde al colegio casi todas las mañanas y además de haber desarrollado una adicción peligrosísima al incienso y a las velas olorosas de la tienda paquistaní de la esquina, por culpa de las cuales algún día no muy lejano veréis mi obituario en los periódicos, lo único que he podido hacer es borrar casi todo cuanto conseguía teclear. Al principio, narrar mi independencia me parecía un ejercicio muy fácil. Lúdico. Luego ya no. Aunque intente salvaguardar la ternura de Olds, creo que el odio de Cusk me está invadiendo desde la raíz. Escribir es luchar contra mí misma, pero también contra quienes me acompañan. De hecho, acabo de discutir con mi todavía-esposo por algo que tiene que ver con la gestión nuestras historias y con los límites de la narración de nuestras intimidades a terceros. Ocurre que yo ya no tengo terceros, le digo. Yo tengo primeros. Desde que vivo aquí me resulta imposible pensar en Ernesto como un «tercero». Ya forma parte de mi día a día. Si me pasa algo, quiero contárselo. Si escribo algo, me apetece que lo lea. Me da miedo que la oxitocina me ciegue, pero tampoco quiero renegar de la sensación tan dulce que me entrega el enamoramiento. Opto por desconfiar de mí misma, aunque con ligereza. Estar sola me ayuda a calibrar este torrente de sentimientos normativos que me asaltan. Con Ernesto no quiero repetir los errores que me distanciaron de mi todavía-esposo. No más celos innecesarios, salvo conversación. No más engaños, salvo exposición de las dudas y de las fascinaciones mutuas. No más insultos. No más chillidos. No más violencia. Con Ernesto no, plis. Qué agotador es el amor heterosexual incluso en este contexto de confianza y de promiscuidades tiernas. Tampoco podría volver a un estadio anterior de mi divertida relación con Cristina, ni de mi amistad profunda hacia el comando lesboterrorista que conformamos Laura, Elizabeth, Gala, Alicia, Sara y yo. Necesito a mis confesoras. Si no pudiera hablar con ellas, reír con ellas, cuidarlas y dejarme cuidar, me sentiría sola. «¡Pero si estoy sola! ¡Si lo que deseo es estar sola!» No, me refiero a otro tipo de soledad. Se supone que quiero escribir sobre esta diferencia y no sé cómo abordarla. Me siento en mi sofá, prendo una barrita de incienso de jazmín y escucho la respiración de mi hijo al otro lado de la casa. El aire que sale de su naricilla mocosa me apacigua. Tengo que escribir sobre mi experiencia. Tengo que pensar alrededor de mi soledad. Debo escribir bien, escribir mejor, escribirlo todo, para poner orden, para reparar el pasado, para pagar el alquiler. Por fin tomo unas notas inconexas: Soledad no es lo mismo que aislamiento. Por qué una mujer sola — por voluntad — da tanto miedo. Tal vez la mujer sola — por voluntad — que yo conozco es poderosa porque verdaderamente es la mejor acompañada. Puede ser mujer sola — por voluntad — gracias a una red. Puede ser mujer sola — por voluntad — a través de la confianza y del cariño que le profesan sus vínculos. La mujer sola — por voluntad — no está sola. Tal vez debería dejar de precisar «por voluntad» y conceder un cuerpo a su clausura. Clausura no es lo mismo que aislamiento. La clausura es el don de la mujer sola. Y su vigor. Una mujer con llave propia es ( ). Me detengo, cierro el documento de Word y abro una pestaña de Google. Busco monjas de clausura y me entretengo mirando vídeos de monjitas que juegan al básquet en el patio de una iglesia de Palencia. Una periodista pasea con ellas por el convento, todas son muy simpáticas y hablan de manera sosegada. Sor Micaela es el nombre de la jefa de esas monjitas. Después de una sarta de preguntas idiotas, la periodista pide permiso para curiosear sus habitaciones. Sor Micaela responde que a sus cuartos ellas los llaman celdas. «¿Eso no les suena muy mal… como a celda de cárcel?», advierte la periodista. «No, entiendo tu confusión. Pero para nosotras son lugares de rezo y, por lo tanto, de libertad». Y yo, que no sé rezar, pero que al igual que Sor Micaela me siento un poco bendecida, vuelvo a abrir el documento de Word y tecleo mis intenciones: Búsqueda de la reapropiación de la «mujer sola». No como sinónimo de violable, mancillable, acosable, aterrorificable, influenciable, enjaulable o amadecasizable. Búsqueda de la reapropiación de la mujer a favor de su soledad y en contra de la imposición de su aislamiento.

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Más allá de la literatura, a todas las mujeres solas de carne y hueso que había conocido a lo largo de mi infancia las prejuzgué con un halo carcelario. Creí durante muchos años que mi tía Lourdes era una fresca por haberse divorciado muy joven y por haberse marchado a vivir sola, trayendo a cada cena de Navidad a un novio distinto, mudándose de piso en piso por la geografía madrileña, apareciendo y desapareciendo a su antojo, sin importarle lo que los demás pensaran de ella. Y digo ahora, suavemente, lo de que Lourdes me parecía una fresca porque a ojos de los adultos que entonces me rodeaban mi tía era más bien una puta. Conocida entre nuestros allegados era la historia de que, cuando yo era un bebé que aprendía a hablar, señalé a cada uno de mis familiares para demostrar lo bien que me sabía sus nombres. «¿Ese?», «¡Óscar!», «¿y ese?», «¡el abuelo Manolo!», «¿y ese?», «¡David!», «¿y esa?», «¡Puta!». Si algún día lees esto, Lourdes, perdóname. Eran nuestras ideas las que vivían enjauladas. Éramos nosotros lo que con ojos cerrados creíamos mirar, pero no veíamos nada. Los que entre barrotes nos relamíamos pensándonos mejores que tú, o incluso mejores que mi abuela Chus, esa viejita para algunos desdichada, quien tras la muerte de su esposo en los ochenta decidió quedarse para siempre sola, orgullosamente viuda, fiel a un amor que nunca volvería pero también a una soledad que le permitiría descansar. ¿No deberíamos buscarle un novio a la pobre abu?, escuché por ahí. ¿No os da miedo que le pase algo, tanto tiempo en su casa, sin nadie con quien hablar? Éramos nosotros los que tal vez hablábamos demasiado, ciegos, encerrados, tan estúpidos en nuestras redondas jaulas de incomprensión.

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De entre las invenciones más reconocibles de Louise Bourgois también se encuentran sus celdas. Según la propia artista, esas arquitecturas tuvieron origen en su deseo de crear estructuras alternativas a las que le ofrecían los museos. Necesitaba espacios de recogimiento a su propia escala, de los que pudiese entrar o salir a su antojo, y en los que lo almacenaría todo sin pedir permiso a las voces del exterior. De acuerdo con la comisaria Julienne Lorz, la concepción de esas celdas fue creciendo y modulándose a lo largo de la vida de la artista. Evidentemente Bourgeois encontraba en la palabra cell un juego que le permitía poner en contradicción los distintos aspectos tanto de su autobiografía, como de la sociedad que deseaba criticar: desde la representación feminista de la jaula de las mujeres — como ya vimos en sus Femme-maison — , hasta la clausura monástica como símbolo de entrega total a nuestras vocaciones, pasando por la misma palabra célula, organismo naciente de vida y de independencia sin el cual ninguna existencia sería posible. Merece la pena leer la definición de celda que hizo la propia Bourgeois y que Marie-Laure Bernadac recupera en el capítulo décimo de su biografía, titulado Lugar de memoria: «Las células representan diferentes tipos de dolor: físico, emocional y psicológico, mental e intelectual. Cada célula trata un miedo. El miedo es un dolor. Cada célula trata del placer voyeur, de la emoción de quien mira pero también de quien es observado». Una vez más, la contradicción entre la reclusión voluntaria y la búsqueda de ese espacio plural. Encerrarse sola para ser luego más libre con los demás. Para pensarse a una misma. Para encontrar las maneras de derrotar al terror o a la oscuridad dolorosa que antaño nos abrumaba. Como esos versos famosos de Alejandra Pizarnik: «Señor / La jaula se ha vuelto pájaro / y se ha volado / y mi corazón está loco / porque aúlla a la muerte / y sonríe detrás del viento / a mis delirios / Qué haré con el miedo». O como esas esferas que el Bosco retrató en El jardín de las delicias: pompas gigantescas que acogen todo tipo de escenas privadas, en las que los personajes que las ocupan tienen el permiso de hacer cuanto les venga en gana, espacios de libertinaje sin reparos, que a pesar de ser obvios escondites, también se nos aparecen como emblemas de franqueza..

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Esta noche mi hijo duerme a tres calles de mí, en casa del todavía-esposo. Ninguna de mis amigas puede quedar. Cristina se encuentra de viaje y Ernesto no me llama por Skype porque hemos pactado unos días de silencio y de distancia. Él ha empezado a acostarse con Z., una chica fascinante y muy sexy de la que llevaba prendado bastante tiempo. Que me alegre por él, por ellos, y por las horas divertidas que han pasado juntos en Madrid — y que él me ha narrado con pelos y señales, como si de un capítulo del pacto de transparencia de Jean-Paul Sartre se tratara — no es incompatible con la aparición revoloteadora y molesta de estos celos. ¡Si al menos yo tuviera compañía esta noche!, me lamento. ¡Si al menos tuviera a alguien con quien hablar de cómo me hace sentir esta situación…! Me tengo a mí, me respondo. Tengo a los libros, me consuelo. Puedo escribir, me miento. En verdad la presencia de Z. no me molesta tanto, pero provoca un tambaleo en esta búsqueda de la reapropiación de la soledad en la que me embarqué hace ya semanas. Yo no quiero erradicar los celos, pues creo verdaderamente en la necesidad de sentirlos. En todo caso, lo que preciso es domesticarlos, como tantas veces aprendí a domar otros dolores. Hasta la treintena, estaba acostumbrada a que mis parejas masculinas me engañaran, a que lo hicieran de manera repetida, sistemática, deshonesta, o incluso a ser yo «la otra» de una relación. El amor era la máscara con la que se disfrazaba al daño, y el poliamor una teoría nueva que se nos quedaba grande. Por eso el pacto de sinceridad y de transparencia con el que comencé mi relación con Ernesto también se me hace inédito, excepcional, incluso luminoso. Y sin embargo ya se sabe que es la excepción lo que confirma la regla. Así que cómo voy a escribir así, con el odio hacia el todavía-esposo mordisqueándome el estómago, con los vaivenes de dudas hacia el modelo relacional por el que tanto he trabajado, con las puñeteras cortinas largas de mi cuarto, arrugándose y ensuciándose sobre las baldosas. Cómo voy a escribir así, «qué haré con el miedo», que decía la poeta argentina. Ni puta idea. Lo que siempre hecho: poner música en bucle. Ahora que estoy sola no necesito auriculares, puedo subir el volumen todo lo que quiera, puedo perrear desnuda, ponerme las cortinas de vestido, tocar la pulpa caliente de las velas con los dedos hasta sentir el placer de la quemazón, beberme la botella entera de vino. No es mi tristeza, son las canciones de desamor de Bad Bunny lo que me pone tan cachonda. Aunque yo no me estoy desenamorando, al menos no de Ernesto. Quiero pensar, al contrario, que cerca de él fortalezco la experiencia de amar. Las canciones de desamor confirman mis sentimientos. Las canciones de desamor me excitan y por lo tanto me hacen sentir viva. En realidad, esto no es dolor. Qué va a ser dolor si estoy pletórica. Por qué iba a tenerle miedo a esta luz que me potencia. La soledad me aporta calma. No necesito saber ni dónde ni con quién están las amigas que amo o los amores que adoro, porque casi por primera vez en mi vida, sé depositar la confianza en sus gestos. Me tienen en cuenta y los tengo en cuenta. Me admiran y los admiro. Y mientras ellos gozan, yo trabajo en mí, me quedo en esta celda, en esta célula, en esta esfera transparente para aportar mi hilos a la enorme red que nos protege. Asumida la fragilidad, decía me entrego al júbilo. Y entonces, tumbada en el sofá de mi casa, telar en mano, hago scroll en YouTube y me encuentro en el canal de Colors con la rapera belga Lous & The Yakuza. Su tema Dilemme me vuelve a poner tan cachonda como la voz durísima de Benito: «Si je pouvais je vivrais seule / Loin des problèmes et des dilemmes / Na na na na na / Si je pouvais je vivrais seule / Loin de mes chaines et des gens que j’aime / Na na na na». (Si pudiera viviría sola / Lejos de problemas y dilemas / Na na na na na / Si pudiera viviría sola / lejos de mis cadenas y de la gente a la que quiero / Na na na na na).

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Tengo resaca, pero también ideas. Creo que la soledad no es valentía. La soledad es sólo soledad. «In Spain we call it, qué coño hago», canta Rigoberta Bandini. Del mismo modo, mi casa no es una celda. Mi casa son setenta metros cuadrados, un quinto piso por cuyas enormes ventanas entra una luz de oro al atardecer, techos altos, calefacción, agua caliente y wifi, Barcelona central, el mercado a seis minutos, el colegio de mi hijo a cuatro, varias librerías disponibles a escasas calles, qué coño va a ser esto valentía. Simone de Beauvoir recuerda el momento en el que abandonó a su familia y, con veintiún años, se aventuró a vivir sola — negándose, como es sabido, hasta el final de sus días, a compartir techo con sus parejas sentimentales — para entregarse nada más que a la escritura y a la vida intelectual. En La plenitud de la vida, escribió: «Nadie osaría arriesgarse en esta aventura si no imagina ser el dueño absoluto de sí mismo, de sus fines y de sus medios. Nuestra audacia era inseparable de las ilusiones que la sostenían, nuestra existencia colmaba tan exactamente nuestros deseos que nos parecía haberla elegido». Corría el año 1929. El mismo en que Virginia Woolf publicaba Un cuarto propio. Aquello que la británica reclamaba para las mujeres del futuro: un poquito de dinero y una esfera de libertad propia, la filósofa de París ya lo había conseguido sin necesidad de leer sus consignas. Cuando leo sobre la vida en solitario de Simone de Beauvoir, a menudo encuentro fórmulas repetidas sobre su valentía. Cuando charlo con mamás del cole de mi hijo, o cuando alguna lectora o colega me pregunta por esta aventura, también me llaman — no sé si con condescendencia o con sinceridad — «una mujer valiente». Pero que la obra de Lo que pasó cuando Luna dejó la casa del marido pueda resultar osada en algunos contextos, no significa que Luna sea valiente. Convertir el cuento de la mujer que se marcha a vivir sola — por voluntad — en un relato heroico es negar la universalidad de su reclamo. Convertir tal experiencia en un sacrificio, es seguir retrasando su práctica. Al escribir esto, no puedo evitar pensar otra vez en Sylvia Plath, o en Rachel Cusk, o en las chicas de Marilyn French. Tampoco puedo olvidarme de mi abuela Chus, o de todas esas viejitas que ante las amenazas de ser arrastradas a un hogar de ancianos, piden clemencia y respeto ante la elegida soledad en sus casas de toda la vida. A ninguna de esas mujeres quiero recordarlas ni como heroínas ni como víctimas. En todo caso, lo que debo hacer es seguir leyéndolas, estudiar sus causas, compartir sus ideas con el júbilo de quien encuentra nuevos caminos en un mapa, y, tal vez inspirada por ellas, entregarme a la escritura de la soledad.

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En WordReference todos los sinónimos de soledad tienen una connotación grimosa: abandono, melancolía, separación, desamparo, tristeza. «In Spain we call it it’s amargura», vuelve a cantar Bandini. Por eso, de entre la mal llamada literatura para mujeres, un fenómeno que me fascina bastante es el de la autoayuda para señoritas que viven solas. Desde los artículos de Cosmopolitan, «¡10 consejos para vivir sola y no amargarse en el intento!» que parecen redactados por un guionista en horas bajas de Sexo en Nueva York, hasta manuales míticos como el de El placer de vivir sola, de Marjorie Hillis, publicado originalmente en 1936 y reeditado en tapa dura y cubierta-rosa en esta ola nuestra del feminismo pop; a todos esos textos les invade, en algún momento, un halo de paternalismo y condescendencia. Aunque Hillis escribe con humor, da la sensación de que tras sus consejos de buen maquillaje, buen menaje y mejor decoración para apartamentos de solteras y divorciadas, se esconde una profunda vergüenza. Como si vivir sola no pudiera ser algo natural, y todos esos trucos de belleza y de ficción sólo resultaran útiles en nuestro intento de esconder el fracaso al que nos hemos visto sometidas. Ni heroínas, ni víctimas, ni Thelma, ni Louise, otra vez: sólo mujeres solas sin demasiada bibliografía alegre a la que acogerse aún para entender esta vivencia.

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Ya es Navidad. Ernesto ha venido a conocer mi casa y no sabe cuánto tiempo se quedará conmigo. Nunca hemos pasado más de cuatro días de convivencia. Todo sucede con tranquilidad. Él cocina, termina de escribir sus Memorias y libelos del 15M, juega con mi hijo, se tira pedos con él, le hace cosquillas, le enseña el culo peludo, se ríen, ven películas y, mientras, yo escribo, trabajo, firmo ejemplares de mi nuevo ensayo, leo la novela que mi todavía-esposo acaba de terminar, en la que su narrador también vislumbra el final de un matrimonio, despacho unos manuscritos, tuiteo tonterías, y también ayudo a Ernesto a corregir esas memorias políticas que a mi juicio se han convertido en su mejor libro. He pasado de la soledad más absoluta a la compañía más intensa en tan solo unas horas. Invito a amigos, bebemos vino, hablamos de libros y nos metemos con los escritores y los filósofos que nos disgustan. Comemos con el marido de Cristina, tonteamos con Alicia, bebemos vermut y kombucha, hacemos el amor a todas horas, bromeamos con lo raro que sería que se corriera dentro de mí, leemos a poetas griegos, daneses y rumanos, volvemos a ver Friends y Harry Potter de principio a fin. Durante quince días vivimos entregados al placer y a la lectura. Me dejo llevar tanto por esta felicidad que se me olvida por completo la existencia de mi texto sobre las mujeres que viven solas, o sobre el odio, o sobre los celos, o sobre la magia de escribir borracha. Estando sobria también escribo tonterías en mi cuaderno: Mejor sola que mal acompañada. Mejor sola que acompañada. Aprender a estar sola para aprender a disfrutar de estos momentos de compañía. Aprender a estar sola para aprender a decir lo que necesito. Pero donde más tonterías escribo es en las notas de mi teléfono: lleva libros en el bolsillo rojo / sudor / buscar metáfora del color exacto de sus genitales ¿? / lleva libros y parece un vientre lleno de qué / lee despacio pero piensa rápido / poco tiempo, menos dinero / el aliento dulce de ernesto / no gastar dinero en libros, luna, no más / lo bonico de salir con un chico de madrid es cuando te dice «te quiero mazo». Me doy cuenta de que aunque sea feliz, con Ernesto aquí no me concentro. Disfruto, pero no me concentro. No puedo sacrificar mi escritura por el cariño de un hombre. No puedo volver a hacer eso. Que soy una escritora feminista, ¡coño! Le amo. Me vuelve loca. Es un gran amigo. Ojalá se marche ya. Creo que prefiero la sensación de echarle de menos. Necesito que Ernesto se vaya de una vez y, aun así, sé que sería capaz de arrastrarme para suplicarle que se quedara a mi lado sólo un poquito más.

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No encontramos la soledad, la hacemos nosotras. Es una idea que robo de Escribir, el breve texto en el que Marguerite Duras reivindica, como ya lo hicieron otras las mujeres aquí citadas, la necesidad de encontrar su propia celda — en su caso, qué cabrona, una enorme casa de campo en la que pasaba meses enteros sin hablar con nadie, dedicada únicamente a sus novelas — para poder practicar su vocación. «La soledad se hace sola. Yo la he hecho. Porque decidí que era ahí donde debía estar sola, y que estaría sola para escribir libros». Un poco más adelante, Duras añade: «Los hombres no lo soportan: una mujer que escribe. Es cruel para el hombre. Es difícil para todos». Como ocurría con el miedo a las ratas de Tamara Kamenszain, quiero pensar que esta descripción de la soledad por parte de Duras también es una crítica al pensamiento patriarcal. Que si los hombres no soportan a la mujer que escribe, es precisamente porque no soportan a la mujer sola. Qué estará haciendo esa mujer en su célula, en qué estará pensando ahora que no la controlo, con quién hablará, a quién dedicará todo el amor de sus entrañas, en qué víveres invertirá su dinero, con cuánta frecuencia llorará, con cuánta buscará el placer. Una mujer sola, una mujer voluntariamente clausurada, es una mujer difícil de controlar, esto es, una mujer peligrosa. Rechazamos tanto su independencia que hasta caemos en el error de inventar canciones que, en vez de empoderarla, la vuelven a hacer sumisa: «Y si está sola, solita», perrea Ozuna, «rápido solicita», como si la fémina que ha quedado libre fuera un bien escaso, flor que ha de ser cortada por el primero que la encuentre, espada de plata que poseerá quien logre arrancarla de la roca a la que se aferra.

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Ernesto ha vuelto a Madrid. Esta noche mi hijo duerme en la casa del todavía-esposo. Estoy sola, en pijama, ni un solo ruido, incienso. Estoy sola, escribo. Estoy sola, aparco el odio. Estoy sola, no siento celos. Estoy sola, no me da miedo. Y porque estoy sola, solita y feliz, «me darás el nombre de Monelle». Debió ser una sensación como esta la que llevó a Marguerite Duras a sugerir que escritura es la única manera de empoderarse. Sólo solas podemos pensar bien, pensarnos mejor. Sólo solas podemos entender al otro, hacer que nos entienda, repararnos hacia lo común. Y sólo solas podremos alejarnos de nuestros dolores heredados y autoimpuestos, y empezar a reafirmar nuestra juventud, o nuestro deseo, o nuestra vocación, desde los mismos huesos y hasta los cimientos de los solitarios hogares que edifican nuestro amor.

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