Un alambre pegajoso
Texto leído el 19 de septiembre de 2020 durante las ‘Conversaciones de Formentor’, encuentro de escritorxs dedicado este año a “las acrobacias”.
La primera conversación que mantengo nada más llegar a esta roca sucede inmediatamente después de acariciar con mis dedos un ramo de jazmines de cielo, plumbago auriculata o jazmín azul del mismo tono de aquellas diminutas flores que cubren otra roca, mi roca, la de mi casi natal Cabo de Gata. La primera conversación, decía, a la que me enfrento con las manos pegajosas aún por la plumbago, es una en la que un escritor se dirige a mí y a mi esposo y empieza, entre temblores, a disimular unos halagos. El escritor sabe quién soy yo, pero conforme nos repasa con la mirada comienza a dudar del nombre de mi acompañante.
En la conferencia sobre Cees Nooteboom de esta misma mañana, el crítico José Enrique Ruiz Domènec decía que en unos cuantos siglos habíamos pasado de teatros llenos de griegos enmascarados a escenarios como este repletos de escritores resguardados tras una mascarilla sanitaria. Quiero creer que el escritor que nos observa a mi esposo y a mí lo hace con esa duda porque la máscara de cincuenta céntimos y de un color ligeramente más claro y artificial que el de la plumbago auriculata no le permite adivinar quién demonios es ese hombre. En su duda, el escritor empieza a preguntar a mi esposo por libros que no ha escrito, por ideas que no ha tenido él, por cenas a las que no hemos asistido juntos. Mi marido y yo nos miramos cómplices: creo que lo hemos entendido.
Efectivamente, el escritor cree que el hombre que hay a mi lado no es mi marido sino mi amante. “No lo sé”, se atreve a replicar mi esposo al fin, al ser preguntado por cuestiones filosóficas que en realidad a él no le incumben, “yo en realidad no sé mucho de eso, yo solo soy novelista.” Al caer en la cuenta de su confusión, el escritor regresa sobre sus pasos y comienza a criticar los ensayos del hombre que hoy no está a mi lado, como si criticando al “otro” pudiera enmendar un inocente error que ahora se ha convertido en un leve y pegajoso bochorno.
Plumbago auriculata. Jazmín de cielo pegado a mis dedos. Con ellos abro el ejemplar de El funambulista de Jean Genet que recibí como obsequio de prensa en 2016. Plumbago auriculata. Jazmín de cielo. Cuando pienso que el escritor detesta las contundentes ideas de mi amante me pregunto si también detestará la esplendorosa imaginación de mi esposo. Cuando pienso que el escritor detesta las palabras de mis amores me pregunto si también los detestará a ellos. Cómo podría alguien odiar lo que yo tanto amo, me castigo. Cómo podría alguien cuestionarlo. El amor y su peligro, el amor y su incomprensión, el amor y su pegajosidad ante los ojos de los demás es precisamente el motor que lleva a Jean Genet a escribir las breves páginas de El funambulista.
Porque el suyo fue un amor algunas veces odiado, un amor incomprendido. Con cuarenta y cinco años, el autor de Santa María de las Flores conoce al joven de dieciocho: Abdalah. Huérfano desde niño, algo que emparenta su biografía con la de Genet, Abdalah perdió a su padre de una caída. Funambulista por herencia, Abdalah empezó a tomar clases para alcanzar ese equilibrio y era Jean Genet quien se las pagaba.
El amor hacia un joven, para Genet, era sinónimo de protección, y al mismo tiempo su protección era un peligro pues con ella empujaba a su amante a un oficio tan bello como mortal. “Amar”, y aquí me refiero al mismo verbo, es la cara de una moneda cuya cruz siempre es “perderse”. “Amar”, y aquí me refiero al acto, es a su vez “ceder”, “comprender”, “sacrificarse”, “quedarse solo”. Genet amaba a Abdalah y Abdalah amaba tanto a Genet como a su joven novia. En ese juego de triángulos, en ese juego de equilibrios y de pluralidades, el director de Una canción de amor narró un pequeño diario con el que pretendía embellecer cada uno de los gestos de su acróbata, casi tanto como unas líneas más arriba yo embellecía las escrituras de mis amores.
“Amar”, y aquí ya no sé a qué me refiero, es sinónimo de “escritura”.
No es muy diferente el enamoramiento narrado — a través de fragmentos, frases muy breves, apuntes o chispazos casi poéticos — en el libro de El funambulista que ese deseo que por ejemplo nos hilaba la novelista Annie Ernaux en Pura pasión. La también francesa y también desclasada y también enamoradiza escritora que el año pasado paseó por estos mismos jardines, merecedora ella del Premio Formentor — pausa, ¿tocaría Ernaux con sus dedos los jazmines de cielo que mientras tecleo esto perfuman ansiosamente mis manos? — .
Decía, que Annie Ernaux se diferencia de Jean Genet en que su amante pertenece a otro mundo. Pura pasión nos muestra con orgullo a un amante que no lee, que no opina, obsesionado con los coches y los relojes grandes, un hombre que apenas guarda intereses parecidos con esa narradora que desde hace meses espera su llamada al otro lado del teléfono. ¿Le llamará? ¿No le llamará? Porque “amar”, y aquí vuelvo a referirme al verbo, es la cara de una moneda cuya cruz podría ser “individualizarse”.
Annie Ernaux prefiere a un hombre al que nada le ate, pues si amara a alguien de su misma ideología, o de su misma profesión, o incluso de su misma clase social, absolutamente todo podría recordarle a su voz. Y si el amor termina, ¿cómo distanciarse? Sin embargo Jean Genet vive el amor de una manera absolutamente contraria. En novelas como Santa María de las Flores sus maricas hermosas y sus travestidas se lamen las vergas con deleite y con cariño sabiéndose todas de una misma hermandad.
Igual ocurre con El funambulista. Por mucha ficción que pueda contener el texto que dedica a Abdalah, aquí da la impresión de que él se enamora de una especie de calco de sí mismo: un huérfano, artista, pobre, desarraigado, poliamoroso, un poquito bisexual. Si Genet fuera una flor azul, las lentejuelas que viste de Abdalah cuando camina esplendoroso sobre el alambre deberían ser también aguamarina. “Amar”, intuyo leyendo El funambulista, significa “sincronía”, o tal vez “don”, o incluso “regalo”.
Plumbago auriculata. Formentor en su puesta de sol. Una copa de vino. Contemplando los jardines mi hijo arranca flores y las guarda en mi bolsillo. Tengo la ranura del vestido manchada de jazmín. Es entonces cuando me pregunto si tal vez el escritor que al comienzo de todo esto parecía mirarnos a mi esposo y a mí con cierto odio tendría razón, al menos, en una cosa. Si mis amores se confunden porque se parecen entre ellos, eso significa que también se parecen a mí — ropa negra, mucha bibliografía francesa, gafas redondas, emojis de caritas que sonríen al revés — igual que los amores de Genet guardaban ese vínculo que les ofrecía la sincronicidad — desheredados, artistillas, camisetas blancas sin mangas por las que emerge el glorioso vello de sus sobacos, o tal vez histriónicos maricas maleantes que de celda a celda se lanzaban ramos flores o navajas — .
Lo que quiero resaltar con todo esto es que Jean Genet demuestra con El funambulista que hay quien escribe como ama y que hay quien ama como escribe. Y tanto en la escritura como en el amor, el francés es un entusiasta y un intenso. Un entusiasta porque confía en el amado, porque quiere dárselo todo, porque quiere presumir de él y de su portento ante los demás… y un intenso porque a pesar de esa admiración que profesa, también le empuja al riesgo, le lanza al pegajoso alambre de su desgracia y le castiga cuando no ha brillado ante su público.
En sus propias palabras: «a tu alambre cárgalo de la más bella expresión no de ti, sino de él. Tus brincos, tus saltos, tus bailes — en el argot del acróbata: tu flic flac, corvetas, saltos mortales, rondas, etc — los ejecutarás no para brillar tú sino con el fin de que un cable metálico exánime y sin voz cante por fin». “Amar” es simple y llanamente formar parte de un arco narrativo.
Por eso el amor de El funambulista es impensable sin sus paratextos. Por mucho que en este libro ligero encontremos belleza, su ciclo no termina hasta que sabemos que, años después de haber recibido este largo poema de amor de su viajo amante, Abdalah tiene un accidente que le obliga dejar la acrobacia, siendo abandonado después por Jean Genet, y llegando a suicidarse un poco más tarde.
Cuenta la editora de este librito en la contraportada que cuando el funambulista murió, Genet lloró por primera vez en treinta años. Yo no sé si eso es verdad o invención, pero me imagino sus lágrimas como alambres pegajosos. Las veo como flores azulillas derriténdose sobre la piel del escritor derrotado. Las veo como las gotas que hace unas horas desplegaban por el aire mi esposo y mi hijo al chapotear en la piscina azulada de esta roca.
Al contemplar la gracia de esos dos cuerpos en la isla, me acuerdo de los poemas de la imaginista Hilda Doolittle contenidos en la antología Qué son las islas, y especialmente de uno que escribió después de un desengaño amoroso, aunque no tan trágico como el de Genet y su funambulista.
Si me lo permitís, me gustaría cerrar mi intervención leyendo tres fragmentos de un poema de amores plurales, digestión de celos y supervivencia al Eros. Se los quiero dedicar a Abdalah, nuestro pobre acróbata, supongo que vosotros adivinaréis el motivo:
Uno
Ah, el amor es amargo y dulce, pero qué es más dulce,
lo amargo o lo dulce,
nadie lo ha dicho.
El amor es amargo
¿pero puede la sal estropear las flores del mar, el dolor, la alegría?
¿Es amargo devolverle
amor a tu amante si lo desea para un nuevo favorito, quién puede decir,
o acaso es dulce?
¿Es dulce poseer completamente o es amargo,
amargo como la ceniza?
Dos
Yo me había creído frágil,
un pétalo
iluminado
como una hoja debajo de hojas.
Había pensado que yo era frágil; una lámpara,
cáscara, marfil o corteza de perla, a punto de ser destruida,
con la llama gastada. Grité:
“Debo morir,
estoy abandonada en esta oscuridad, una paria, desesperada”,
ese fuego me arrastró hasta el Héspero,
luego llegó el día.
Tres
¿Para qué una lámpara
cuando el día nos ilumina,
para qué retener el amor
cuando el amor se posa
con tan radiantes alas sobre nosotros?
¿Para qué?
Pero para cantar el amor
el amor primero debe destruirnos.